Comer algas, pescado crudo y otros “alimentos”

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Comer algas

Hay modas relacionadas con una avidez muy gastronómica y también con un déficit alimentario global que sigue en la carpeta de “tareas pendientes”. Comer algas, por ejemplo. ¿Acabarán convirtiéndose en un recurso nutritivo de cierta relevancia —en un mundo que sigue pasando hambre de manera escalofriante— o van a seguir alimentando, sobre todo, el esnobismo de los foodies?

Hace muchos años, como jurado de un concurso literario para aficionados, leí unas cuantas historias de hambre y posguerra. En la que ganó, un viejo deambula con una nenita de la mano entre los capazos de pescado que descargan los marineros. La niña hace un movimiento extraño, ágil, imprevisto. Y pone cara de póker. De la comisura le cae una gota de sangre viscosa y negra. Visto y no visto, acaba de engullir, tal cual, una sardina. Se lo conté a uno y me dijo que su tío, pescador, igual cogía una gamba de la red, la decapitaba y chupaba la cabeza entre las alharacas de sus compañeros. Hasta el otro día, comer pescado crudo era cosa del hambre desesperada o de la pura excentricidad.

Comer algas, ni por esas. Al pobre viejo ni se le ocurrió que, bajo el agua, había una inmensa pradera de verdura marina con la que prepararle a la nena un nutritivo potaje o una ensalada de lo más healthy. Y al tío del otro ni se le pasó por la cabeza que, para que la peña flipara de veras, podía reemplazar la col del caldero por los hierbajos acuáticos que salían en la propia red. Hoy cocina con algas cualquier artista de los fogones y no se dirige a hambrientos desesperados, aunque sí a gente con ganas de flipar.

A un ágape para la prensa gastronómica, en un restaurante trendy, Radio Nosequé va y manda a la becaria. Un plato con algas le hace torcer el gesto como si le estuviera dando un retortijón. Una veterana le echa un capote. “¿Estás bien?”. La chica reconoce, en tono de impostora sorprendida in fraganti, que es que no le gustan las algas y lo más probable es que nunca hasta ese momento las haya considerado entre las cosas aptas para el consumo humano. Tiene gracia que la becaria dé explicaciones —cuando es ella quien se atiene a la normalidad más estricta y ancestral— en vez de exigir que alguien le diga a qué viene eso de comer algas.

Si, por casualidad, está usted leyendo esto en un dispositivo neurocibernético del futuro, haga el favor: mándeme un mail intertemporal —seguro que en su época es posible— y cuénteme. Porque me da a mí que los nuevos recursos alimentarios, la cría de todo tipo de bichos marinos, la puesta en cultivo de eriales o selvas y hasta las semillas transgénicas no están evitando que, en los 3 minutos que lleva leer este artículo —le hablo desde la segunda década del siglo XXI—, mueran de hambre más de cincuenta personas en el mundo y otras tantas cada otros 3 minutos. Que para lo que sirve todo eso es para que unos pocos sean más asquerosamente ricos aún. Dígame: ¿Los parias de la Tierra —la “famélica legión”, literalmente— captaron un día que la solución no estaba en la enésima revolución alimentaria, sino en el control de todas las habidas y por haber? ¿Que, más que comer algas, lo que tenían que hacer es tomar la Bolsa de Chicago como los parisinos tomaron la Bastilla? Cuente, cuente…

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