Somos lo que comemos, es decir, somos maíz

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Somos maíz

Si somos lo que comemos resultará que somos maíz. El maíz está presente, de alguna manera, en buena parte de los alimentos que consumimos habitualmente, cosa que afecta a la diversidad biológica y cultural.

Cada civilización tiene su cereal totémico: el trigo en el Mediterráneo, el maíz en América, el arroz en China… Muchas veces, el cereal en cuestión adquiere un valor simbólico medular: el trigo es el cuerpo de Cristo en la eucaristía católica y el maíz representa a la divinidad en las ceremonias de los amerindios. El cereal de cada civilización juega también un importante papel económico o geopolítico. El maíz tuvo valor de moneda para algunas tribus americanas y los romanos se lanzaron a conquistar más y más tierra para poder cultivar el trigo necesario en la alimentación de las legiones que les permitían conquistar más y más tierra.

Si el cereal de cada cultura llega a ser un símbolo o un bien económico es porque, ante todo, constituye la base de su alimentación. Si “somos lo que comemos”, los aztecas son maíz, los chinos son arroz y los descendientes de los romanos somos trigo. Pero ¿qué son los “occidentales”? Nuestra civilización es fruto de una fusión euroamericana y nosotros, alimentariamente hablando, cada vez más, somos maíz. Incluso si el pan nuestro de cada día lo seguimos haciendo con trigo, cada vez comemos más maíz, aunque sea indirectamente o sin saberlo, y no sólo porque los pollos —los huevos—, las vacas —la carne, la leche y sus derivados— e incluso muchos de los peces que consumimos se han alimentado con ese cereal, sino también porque el zea mays —la especie que ocupa una mayor superficie del planeta después del homo sapiens— está, a veces camuflado, entre los ingredientes de muchos de los productos que encontramos en el supermercado.

Por ejemplo, somos maíz cuando comemos nuggets: carne de pollo alimentado con maíz, rebozada en harina de maíz que se adhiere con almidón de maíz, frito en aceite de maíz, con tartracina como colorante —el mismo que usamos frecuentemente para el arroz— y ácido cítrico como conservante, extraídos ambos del maíz. Si lo acompañamos con una cerveza o con un refresco —edulcorado con HFCS—, estamos bebiendo probablemente maíz. También puede ser que comamos maíz por medio de sus derivados cuando en la etiqueta leemos maltodextrina, fructosa, ácido ascórbico, lecitina, dextrosa, ácido láctico, lisina, maltosa, polioles, caramelo como colorante o xantana como gelificante, aditivos que en muchos casos, por cierto, se usan también en la cocina de vanguardia.

Somos maíz por lo que comemos y por lo que rodea a nuestra comida. Si optamos por las frutas o las hortalizas frescas, a lo mejor las han abrillantado con cera extraída del maíz, como el pesticida con que las trataron en el campo y el barniz que le dieron al embalaje. Es posible que la bolsa donde tiramos los restos esté hecha de maíz, igual que el dentífrico con el que nos cepillamos los dientes. Una cuarta parte de los productos del supermercado llevan alguna forma de maíz. Cada vez comemos más maíz y somos más maíz. Más globalmente occidentales.

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