La gastronomía árabe y la posca de Jesucristo

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La influencia de la gastronomía árabe en la nuestra constituye un tópico tan extendido como difícil de contrastar. Para aquellos que ven más influencias moriscas de las que realmente hay, la afición a los sabores ácidos sería una de ellas.

Vayan por delante una profunda simpatía personal por la gastronomía árabe y una defensa reiterada del acercamiento entre las cocinas y las culturas del Mediterráneo. Otra cosa es que la de esta orilla sea fruto de su islamización durante la Edad Media y que para demostrarlo se apele a ollas y dulces que incluso incluyen ingredientes porcinos, del todo impertinentes en la alimentación de los musulmanes. Huelga extenderse al respecto.
No es posible negar toda influencia árabe, pero nuestra cocina, como defendieron Xavier Domingo o Álvaro Cunqueiro, es fundamentalmente cristiana, romana y occidental. No es lógico pensar que dos comunidades que se odiaban visceralmente fueran a copiarse recetas y trucos de cocina. Antes bien, sentían desprecio y repugnancia ante lo que comían los otros. La alimentación, como la religión, formaba parte íntima de la propia identidad. Así, los conversos hacían profesión de fe comiendo morcillas en público y temían acabar en la hoguera si les sorprendían cocinando con aceite, fuera de los días de vigilia, porque los cristianos viejos guisaban con manteca. Hasta hace muy poco, la simbiosis entre cocina y religión ha sido algo litúrgico. Que cristianos y musulmanes se pasaran recetas unos a otros sería como si cambiaran cromos. Y, como se sabe, lo que hemos intercambiado a lo largo de los siglos han sido bofetadas.

Algunos autores defienden con vehemencia la identidad árabe de nuestra cocina. Junto a argumentos que no dan para tanto, como el origen árabe de las palabras con que nos referimos a muchos de los productos que consumimos habitualmente, esgrimen alguno más sugerente. Por ejemplo, sería árabe nuestra tendencia a acidificar los alimentos, o sea, la costumbre de echarle vinagre a la ensalada o a regar con limón exprimido los calamares a la romana. Es cierto que la gastronomía árabe usa profusamente la naranja amarga o la granada, pero, en nuestra mesa de siempre, la segunda sólo aparece como fruta —en los postres— y la primera, en alguna mermelada. Nuestros acidulantes más habituales son el limón —ausente por completo en los recetarios andalusíes— y el vinagre, derivado del vino: una bebida proscrita por el Islam por más que se pueda relativizar el hecho.

gastronomía árabeEl gusto por las bebidas y los alimentos ácidos —el sabor refrescante por excelencia— es lógico en los climas cálidos. Los romanos, a falta de cócteles tropicales a base de lima o limón, le echaban vinagre hasta al agua de beber, para hacerla más refrescante, depurarla y aprovechar un vino más o menos estropeado. La “posca” era una mezcla en proporción variable de agua y vinagre —o vino más o menos avinagrado— que se preparaba para hacer más refrescante el agua y aprovechar un vino estropeado. La mezcla de agua y vinagre o vino picado, conocida como “posca”, constituía una bebida apreciada y popular entre los romanos —particularmente, en el ámbito castrense— que protagonizó un desconcertante malentendido. Cuando Jesús, agonizante en la cruz, pidió que le dieran de beber, un soldado, con la punta de la lanza, le acercó a los labios una esponja empapada, no en agua, sino en lo mejor que tenía: en posca. Fue muy amable por su parte, pero la palabra “posca” se acabó traduciendo por “vinagre” y aquel gesto caritativo se transformó en uno de los más odiosos episodios que jalonan la pasión y muerte de Cristo.

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